El domingo pasado me apunté a un taller floral que duró dos horas. Yo jamás había montado ramos ni había hecho nada de decoración, pero en cuanto mi mente se puso a imaginar colores y texturas me sentí como un pececillo en el agua. Tuve que pensarlo durante unos minutos, darle unas vueltas en mi cabeza, inventar diferentes combinaciones, fallar en alguna idea… et voilà!
Esa mañana me levanté temprano, me fui a desayunar con Juanma sin prisas y fui hasta el taller yo sola. Me sentí fiel a mí misma, tuve la sensación de que estaba haciendo lo que quería hacer y de que estaba aprovechando el tiempo tal y como me merecía. Alejada de una pantalla, utilizando mi creatividad y mis manos, aprendiendo algo nuevo y dando un paso más allá con algo que llevaba un tiempo dormido en mi cabeza.
Antes de empezar a hacer algo nuevo -mucho, mucho, mucho antes-, se siembra una semilla dentro mí. Una semilla que suelo ignorar o de la que no suelo hablar. Simplemente está ahí. Existe, de alguna forma. Tan sólo es un germen que tarda un largo tiempo en ser algo más, en tener raíces, en necesitar atención. Poco a poco solicita más oxígeno, pide más agua, tierra nueva y un espacio diferente en mi pensamiento. Diferente o quizás más grande. Yo siento el inicio de esa germinación: hay movimiento, hay un cosquilleo, un metabolismo excesivamente lento. De repente, llega la transformación a algo más considerable y es justo ahí cuando mi curiosidad se hace real. En ese preciso momento ya no hay vuelta atrás, he regado una nueva idea que va a salvarme de la rutina.
¿Cuándo sabes si un hobby no debería ser un hobby? ¿Cuándo sabes si debería-ser-algo-más? ¿Es buena idea que los hobbies dejen de serlo? Durante esas horas sentí sin ningún tipo de duda que podría llegar a ser realmente buena en el arte floral. Yo estaba segura de lo que estaba haciendo, aunque nunca antes lo hubiera hecho. Tenía clara mi dirección, lo que quería crear y lo que quería transmitir: movimiento, decadencia, calidez y calma. Desde que vi las flores supe que mi ramo podría decir todo eso, incluso cuando todavía no estaba montado.
Desde que tengo veinte años he tenido clara (parte de) mi vocación, a pesar de no entender bien qué camino tenía que seguir. Cuando te vas haciendo adulta vas viendo que no existen tantas posibilidades y vas eligiendo tu vida según se presentan las situaciones. ¿Cómo he podido estar la última década convencida de lo que quería hacer y ahora sentir que estoy equivocada? ¿Tiene sentido buscar nuevos caminos que nunca antes me había planteado? ¿Tiene sentido sentirse totalmente perdida con 31 años?
En estas cartas hago muchas alusiones al tiempo, a la vida adulta y a la edad; ¿a qué si no? Jamás -al menos por ahora- lo llamaría crisis de los 30, porque no me siento en crisis. Al revés, estoy más viva que nunca. Sin embargo, imaginarme el resto de mi vida sentada en una silla, frente a un portátil y contestando mails no me resulta especialmente atractivo. La pregunta es: si me dedicara a esto el resto de mi vida, ¿estaría nadando en contra de mí misma?
Esto no es un replanteamiento, es una exploración. Es entender hasta dónde puedo llegar, es organizar mis ideas, esforzarme por que ocurran. Espero no ser la única que cada mañana se hace estas preguntas ni la única que se imagina una vida mejor. Es difícil vivir en paz con algo que hacemos cada día, pero al menos que no sea algo que nos coma por dentro. Necesito mirar hacia atrás y ver que -dentro de lo posible- estoy haciendo lo que (más o menos) quería hacer. Sentir plenitud. O a lo mejor nada es tan importante y la integridad llega cuando consigues sentir cierta indiferencia hacia lo que haces por las mañanas. A lo mejor es hora de estar en paz porque nuestro trabajo es solo una obligación que hay que cumplir. No sé. No sé. ¿Qué piensa el mundo de todo esto?
¿Tiene sentido sentirse totalmente perdida con 31 años?
Y con 41, y con 51, la desorientación no tiene edad. Es casi imposible fijar horizontes cuando nos están cambiando el contexto continuamente.
Me ha encantado tu reflexión.